LA ROSA DE FUEGO
Impulsados por la poderosa corriente, seguimos avanzando, hasta que observé que el ruido del agua no era tan ensordecedor como antes; lo cual se conocía en que el eco tenía más amplitud para propagarse. Oía los quejidos de Alfonso con más claridad; y, como no me gustaba su carácter, cogí un remo y se lo apliqué a las costillas. El pobre muchacho, creyendo que había llegado su última hora, gritó más fuerte aún.
Despacio y con gran precaución fuí incorporándome y poniéndome de rodillas: levanté un brazo, pero no pude tocar techo alguno; levanté el remo elevándolo todo lo más alto que pude, y el resultado fué el mismo. Reconocí con su auxilio todo lo que nos rodeaba, y sólo pude hallar agua y espacio. Acordándome de que llevábamos una linterna y una lata de aceite, encendí una mecha y arreglé la manera de tener luz.
Lo primero que vi a favor de ella fué el pálido semblante de Alfonso, el cual, creyendo que asistía a un fenómeno celestial, lanzó un terrible grito: con gran dificultad logré hacerle callar. Por lo que toca a los otros tres, Good estaba tendido de espaldas, con su monóculo en un ojo y contemplando el tenebroso espacio. Sir Enrique había reclinado la cabeza sobre uno de los banquillos de la canoa, y trataba de apreciar con la mano la velocidad de la corriente.
Cuando el rayo de luz cayó sobre Umslopogaas, estuve a punto de soltar una carcajada. El viejo zulú, tendido cerca del trozo de gamo que llevábamos de repuesto, notando por el olorcillo que podía satisfacer su apetito, había tomado un pedazo y comía con verdadero deleite.
Apenas vieron que había luz en la canoa, mis compañeros empezaron a discutir la situación, juzgándola todo lo más acertadamente posible. Good indicó que era conveniente colocar dos remos a modo de mástiles en la proa, a fin de darnos cuenta de las ondulaciones que pudiera tener el techo de la cueva. No teníamos la menor duda de que estábamos en un río subterráneo que se alimentaba con el agua sobrante del lago. Ríos semejantes existen en muchas partes del mundo; pero la mayoría de los exploradores no han tenido la desgracia de viajar por uno de ellos. La bóveda se hallaba a unos veinticinco pies sobre el nivel del agua: el río era bastante ancho; pero la corriente no era tan fuerte en las márgenes como en el centro. Nuestra primera providencia fué disponer que uno se sentara en la proa llevando la linterna en una mano y un palo en la otra, a fin de evitar que alguna peña o saliente lateral de la bóveda destrozara nuestra canoa. Umslopogaas, que había almorzado ya, fué el primero en turno. Otro se colocó en la popa, manejando un remo a modo de timón, a fin de mantener la canoa todo lo más alejada posible de los lados del arco.
Almorzamos con sobriedad, y yo manifesté que no creía que estuviéramos en posición muy comprometida, a menos que tuviesen razón los indígenas y aquella corriente fuera al centro de la tierra, porque era indudable que debía desaguar en algún sitio; probablemente, al otro lado de las montañas. Este favorable punto de vista no fué aceptado por Good, el cual expuso que el río podría correr por debajo de tierra hasta llegar a un sitio en que se secara, y que, además, podríamos ser víctimas de mil horrores que ni siquiera sospechábamos.
-Esperemos que sea lo mejor, y preparémonos por si viene lo peor -dijo sir Enrique, que es hombre jovial y no se altera por nada-. Hemos salido de tantos peligros -añadió– que, sin saber por qué, espero salir también de éste.
Tan excelente consejo fué un consuelo para todos, exceptuando a Alfonso, que permanecía estupefacto de horror. Nuestra posición era realmente extraña: cuatro hombres corríamos por una verdadera laguna Estigia en las entrañas de la tierra, en medio de una obscuridad que no lograba disipar el reflejo de nuestra linterna.
-Querías aventuras, Allan, hijo mío -me decía yo-, y aquí las tienes; precisamente cuando vas haciéndote viejo. Debías avergonzarte de ti mismo; pero no te avergüenzas y seguirás aventurándote, pues, aun cuando no quisieras hacerlo sería inútil. Después de todo, cuando no se tiene que disponer nada, un río subterráneo no es mal cementerio.
Debo decir que la tensión de mis nervios era grande: es cosa grave eso de no saber si antes de cinco minutos habrá uno terminado de vivir. Pero, bien mirado, lo mismo ocurra en todos los casos de la vida. Hallándose en el sitio más resguardado, no se tiene seguridad de vivir un momento después. ¿A qué conduce, pues apurarse? Nuestra ansiedad era ilógica, estrictamente hablando.
A las dos de la tarde fué cuando Umslopogaas y Good se colocaron, respectivamente, en la proa y la popa del barco, y a las siete sir Enrique y yo pasamos a relevarlos, a fin de que pudieran dormir. Todo fué bien por espacio de tres horas, y apenas tuvimos que mover la canoa alguna vez que otra. Una cosa me preocupaba continuamente: ¿adónde iría a parar aquel dichoso río? ¿Cómo se mantenía fresco el ambiente? Aunque musgosas y enlodadas las piedras rocosa no había nada que lo hiciera desagradable.
Cuando llevaba ya tres horas en el timón, empecé a notar un cambio en la temperatura: cada vez iba siendo más cálida, y aunque al principio no hice alto en ello, al cabo de otra media hora, observando que era mucho más ardiente, llamé a Curtis y le pregunté si lo había observado él o si era sólo efecto de mi imaginación.
-¡Que si lo he notado! -repuso sir Enrique-. ¡Claro que sí! ¡Pues si me parece estar en un baño ruso!
Los demás, desperezándose, empezaron a destaparse.
La temperatura fué subiendo hasta el punto de que apenas podíamos respirar: sudábamos copiosamente. Media hora después apenas podíamos soportarla, a pesar de hallarnos desnudos. Aquel sitio parecía la antecámara del Infierno propiamente dicho. Metí la mano en el agua, y la saqué al momento lanzando un grito: ¡estaba casi hirviendo! Consulté un termómetro que llevábamos, y marcaba 123º. Una densa nube de vapor se elevaba sobre la superficie del agua. Alfonso gritaba, creyendo estar ya en el Purgatorio, y en realidad estábamos en él, aun cuando no en el sentido religioso que el francés le daba.
Sir Enrique indicó que debíamos estar pasando cerca de algún volcán subterráneo, y me inclino a creer que tenía razón, a juzgar por lo que luego ocurrió.
Lo que sufrimos después de lo que llevo relatado fué de tal naturaleza que no puedo referirlo. No sudábamos ya; parecía que se había agotado en nuestro cuerpo ese líquido, y, tumbados en el fondo de la canoa, impotentes para dirigirla, sentíamos las torturas que debe sentir el infeliz pececillo que muere en tierra agotado por la sofocación. Nuestra piel, seca y ardorosa, empezaba a abrirse por varios sitios, y la sangre nos bullía en la cabeza como una caldera de vapor.
Llevábamos así algún tiempo, cuando el río hizo una curva súbita, y oí a sir Enrique que desde proa me llamaba con voz ronca, invitándome a mirar al techo. Así lo hice, presenciando entonces un espectáculo terrible y maravilloso a la vez.
A cosa de media milla sobre nosotros, y un poco hacia la izquierda del centro del río, que, según podíamos apreciar en aquel momento, tendría unos noventa pies de anchura, un inmenso surtidor, semejante a una columna de fuego blanquecino, se elevaba sobre la superficie del agua a unos cincuenta pies de altura, hasta chocar con el techo, esparciéndose allí en un diámetro de cuarenta pies, y formando láminas curvas de fuego, semejantes a los pétalos de una azucena completamente abierta.
Aquel terrible surtidor de gas se parecía mucho a una flor encendida que saliera de las negras aguas: el tallo emergía de la superficie del agua, y la flor tocaba el techo. Es imposible describir le hermosura de aquel terrible espectáculo. Su resplandor era tan intenso que, no obstante hallarnos a una distancia de quinientas varas, y a pesar del humo, iluminaba la caverna, permitiéndonos ver su techo a cuarenta pies sobre el nivel del agua, muy húmedo y liso. La roca era negra y de trecho en trecho dejaba ver líneas de algo que parecía oro, pero no puedo asegurar que lo fuera.
Seguimos avanzando hacia aquella columna de fuego, que brillaba más que una intensa hoguera.
-¡Mantened el bote hacia la derecha, Quatermain, a la derecha! -gritó sir Enrique, y, un minuto después, lo vi caer sin sentido en el fondo de la canoa.
Alfonso se había desmayado también, y otro tanto le ocurrió a Good. Sólo quedábamos serenos Umslopogaas y yo; los demás parecían muertos. Estando ya a una distancia de quince varas, vi que el zulú se cogía la cabeza: acababa de perder el sentido, y me hallaba solo ya.
No podía respirar: el calor me aniquilaba; la rosa de fuego parecía estar ardiendo de veras. La canoa quemaba: las plumas de los cisnes muertos empezaron a enzarzo y a encogerse; pero yo procuraba mantenerme sereno, sabiendo que, si me desmayaba también pasaríamos al lado de la columna de fuego y pereceríamos miserablemente. Arreglé el timón de modo que pasáramos todo lo más lejos posible, y me mantuve firme.
Creí que los ojos iban a saltárseme de las órbitas: a través de mis cerrados párpados percibía el intenso resplandor. Nos hallábamos a la derecha de la corriente, casi pegados a la roca, y pasamos por aquellas aguas que rugían como el fuego del Infierno, procurando no tocar a la que hervía cerca del surtidor.
Cinco minutos después hablamos pasado, y sentí el rugido del agua que quedaba detrás.
Entonces me desmayé yo también. La primera sensación que recuerdo, después de caer insensible, es la de un soplo de brisa sobre mi rostro. Abrí los ojos con gran dificultad. Allá arriba, muy lejos, había luz; en torno mío, obscuridad y negrura. Recordé lo ocurrido, miré al fondo de la canoa, y vi los cuerpos desnudos de mis compañeros. ¿Estarán muertos? pensé-. ¿Habré quedado solo en este terrible lugar? -No podía decirlo.
Sentía una ardorosa sed, y metí la mano en el agua; pero tuve que retirarla dando un grito. Entonces vi que la tenía quemada y que la piel iba a saltar. El agua estaba casi fresca: bebí una gran cantidad, y me remojé todo el cuerpo, a pesar do que las quemaduras al contacto del líquido fresco me dolían mucho. Acordándome de mis compañeros, me acerqué a ellos con gran dificultad; rocié su cuerpo. Con gran alegría por mi parte, fueron volviendo en si, y también bebieron y se remojaron como esponja. Inmediatamente sentimos renacer, y nos vestimos lo mejor que pudimos.
Al hacerlo así, Good nos llamó la atención a fin de que observáramos la canoa. La pintura había saltado en algunos sitios; en otros estaba chamuscada. Según dijo el marino, si se hubiera tratado de uno de nuestros botes europeos, se habría abierto y dejado pasar el agua: pero, afortunadamente, estaba hecha del tronco de un sauce grande y tenía un fondo de cuatro pulgadas de espesor.
No hemos logrado averiguar lo que era aquella terrible llama; pero mi opinión es que habría una abertura en el lecho del río, y por allí salía una enorme cantidad de gas buscando el aire libre. Es imposible pensar cómo se hizo incandescente; pero me atrevo a creer que debió ser a causa de una explosión espontánea de gases mefíticos.
Apenas nos vestimos y nos repusimos un poco, procuramos averiguar dónde estábamos. Ya he dicho que había visto luz arriba: un detenido examen nos permitió comprobar que procedía del cielo. Nuestro río, que había dejado de ser subterráneo, no se deslizaba ya bajo cavernas ignoradas por los hombres, sino entre espantosos peñascos, que debían tener, por lo menos, dos mil metros de altura. Tan altos eran, que aun cuando la luz brillaba en el alto espacio, en torno nuestro, apenas si puedo decir que había esa penumbra que existe ea una habitación cerrada siendo de día. A ambos lados se elevaban formidables rocas acantiladas, dejando ver entre ellas una faja azul, sin un árbol ni una mata que rompiera su uniformidad. Sólo algunos líquenes, brotando entre las rocas, pendían inmóviles como la blanca barba de un muerto.
A ambos lados del agua se había formado una orilla estrecha, compuesta de piedras desprendidas de la roca y otras materias depositadas allí por los años, que tendría unas cuantas varas de anchura y que debía cubrirse al subir el agua del río.
Decidimos desembarcar en aquella orilla y descansar una hora para respirar libremente después de tantas fatigas y poder poner en orden la canoa. Escogimos el sitio que nos pareció mejor, y con bastante dificultad conseguimos anclar el bote y saltar sobre aquellas piedras redondas e inhospitalarias.
-¡Dios mío! -exclamó Good, que fué el primero en poner pie en tierra-. ¡Qué lugar más horrible!
Una voz tonante, que parecía estar compuesta de un centenar de voces, repitió instantáneamente:
-”¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!”.
Mil voces, una tras otra, repitieron esta exclamación, entrecortada, como burlándose, hasta que el espacio entero vibró con el eco de tales burlas, y después cesó con la misma rapidez con que había comenzado.
-”Oh, mon Dieu!” -dijo Alfonso, tan sorprendido, que apenas pudo retener la poca serenidad que tenía.
-”Mon Dieu! Mon Dieu! Mon Dieu!” -repitieron los satánicos ecos en todos los tonos posibles.
-Veo claramente que el Demonio habita aquí -dijo Umslopogaas con calma-; y, en realidad, el sitio es de lo más a propósito para ello.
Traté de explicarle que la causa de aquel ruido era solamente el eco que repercutía de roca en roca; pero no quiso creerme.
Fué preciso que sostuviéramos en voz muy tenue todo lo que nos ocurría hablar, porque era insufrible oír tanta repetición de nuestras palabras; pero hasta los murmullos corrían misteriosamente entre las rocas, hasta que morían en largos suspiros Los ecos son agradables, románticos; pero abundan demasiado en aquel terrible lugar.
Cuando descansamos un poco, procuramos curar y vendar nuestras quemaduras lo mejor posible: como teníamos poco aceite para la linterna, quitamos la piel a un cisne, y con su grasa hicimos un bálsamo que resultó maravilloso. Después pensaremos en comer, cosa que -inútil es decirlo- nos hacía mucha falta. Habíamos pasado muchas horas desmayados, pues, según indicaron nuestros relojes, era mediodía. Llevábamos, pues, veinticuatro horas en el agua.
Nos sentamos en círculo, y comimos todo lo que nos permitió nuestro apetito, que en realidad no era mucho, porque aun sentíamos los efectos de los sufrimientos pasados. La comida fué, sin embargo, muy curiosa, debido a que la penumbra era tan densa, que apenas si teníamos resplandor suficiente para cortar los trozos de carne y llevárnoslos a la boca. Mientras comíamos, procuraba observar bien aquel sitio, y al volver la cabeza, precisamente detrás de mí, vi sobre una piedra un cangrejo de agua dulce cinco veces mayor que los que había visto hasta entonces.
Aquel terrible animal tenía unos ojos muy saltones, que al verlos fijos en mí me producían asco; poseía, además, unas antenas o tentáculos flexibles y unas patas enormes. No fuí yo el único favorecido con tal compañía, porque, atraídos, sin duda, por el olor de los manjares, salían otros semejantes por todas partes, llegando a aproximarse a nosotros de tal manera, que me sentí fascinado por tal espectáculo. Mientras los miraba, uno de ellos dió tal pellizco a Good, que éste lanzó un grito, poniendo de nuevo en agitación los ecos.
Otro, enorme, picó también a Alfonso, que gritó no pudiendo arrojarlo de sí. Se siguió una escena fácil de comprender, hasta que Umslopogaas tomó su hacha y partió el caparazón de un cangrejo el desdichado animal gritó, haciendo salir de sus guaridas a una porción de animales de su familia, los cuales, advirtiendo que estaba herido, cayeron sobre él, y, desgarrándolo con sus largas antenas, lo devoraron por completo.
Valiéndonos de piedras, culatas y remos, emprendimos una guerra sin cuartel contra aquellos crustáceos monstruosos, cuyo número iba en terrible aumento, y cuya mordedura era horrorosa. Cuando rompíamos el caparazón de alguno, desaparecía al instante devorado por sus compañeros, que no por eso cesaban de atacarnos, mordiéndonos o pellizcándonos siempre que tenían ocasión.
Uno de ellos se apoderó del cisne que acabábamos de desplumar para quitarle la piel, y empezó a tirar de él; instantáneamente, una docena de cangrejos se arrojaron sobre aquella presa, desgarrando al animalito y dando origen a una escena desagradable en extremo.
Cuantos presenciamos aquel espectáculo lo recordaremos toda la vida; era una tragedia desenvuelta en la obscuridad y acompañada por los desacordes tonos de los incesantes ecos. Aquellos cangrejos tenían mucho de humano, parecía como si las malas pasiones y los deseos del hombre hubieran penetrado bajo su concha, enloqueciéndolos. Tenían valor e inteligencia y hubiérase creído que nos entendían. La escena, en totalidad, podía haber dado material para otro canto del “Infierno” de Dante.
-¡Vámonos de aquí, si no queremos volvernos locos! —dijo Good a media voz.
Y no fuimos sordos, por cierto. Acercamos la canoa, y, penetrando en ella, remamos hasta alejarnos de la orilla, dejando allí restos de nuestra comida y una masa de monstruos chillando y agarrándose unos a otros, en plena posesión del terreno.
-¡Esos son los demonios de este sitio! -dijo Umslopogaas con el aire del que resuelve un problema.
Yo, por mi parte, me atrevo a decir que casi era de la misma opinión.
-¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó sir Enrique desconcertado.
-Supongo que remar -repuse.
Y, en conformidad con esto, remamos de nuevo. Toda la tarde y hasta bien entrada la noche flotamos en la penumbra, bajo la línea azul de cielo. Apenas si pudimos darnos cuenta del momento en que la noche sucedió al día, porque en aquella profundidad no había diferencia, hasta que Good, levantando el dedo, nos hizo ver una estrella que brillaba sobre nosotros: no teniendo otra cosa que hacer, la observamos con gran interés. De repente se desvaneció, la obscuridad se hizo más intensa, y un murmullo muy conocido pobló el aire.
-¡Otra vez el subterráneo! -dije con un gemido levantando la linterna en alto. Sí; no había la menor duda, porque podíamos ver la bóveda. El espacio abierto había terminado y el túnel continuaba.
Entonces empezó otra larguísima noche de horrores y peligros, cuyos incidentes serían fastidiosos para mis lectores: solo diré que a eso de medianoche chocamos con una roca plana que sobresalía del muro, y que estuvimos a punto de volcar y ahogarnos. Conseguimos, sin embargo, salir de aquel peligro, y continuamos nuestro tenebroso viaje.
Las horas fueron pasando hasta llegar las tres de la madrugada. Sir Enrique, Good y Alfonso dormían extenuados por completo, mientras Umslopogaas permanecía con el palo en la proa, y yo en la popa con el timón. A esa hora, como iba diciendo, el zulú lanzó una exclamación, y yo observé que la marcha que llevábamos era más rápida. Un segundo después, sentí ruido como de ramaje roto, y comprendí que la canoa pasaba con dificultad entre numerosas plantas acuáticas.
Un minuto después, una brisa fresca, agradable y suave, me sopló en el rostro, y supuse que estábamos fuera del túnel y que navegábamos sobre aguas transparentes y claras. He dicho supuse, porque me era imposible ver nada: la obscuridad era muy intensa, como suele serlo siempre antes del alba.
No por eso era menor mi júbilo. Habíamos salido de aquel horrible río, y, fuéramos adonde fuéramos, debíamos estar satisfechos. Me senté en la popa y aspiré aquella brisa fresca y suave, esperando que aparecieran las tintas de la aurora con toda la paciencia que me fué posible esperar.